Estas Navidades he conocido a Jesús.
Jesús es el hombre que propina las mayores bofetadas del mundo. Su vida es insólita.
En mayo de 1936, dos meses antes del comienzo de la Guerra Civil, le dió un bofetón a su hija y le puso la cabeza del revés. Literalmente. Le rompió el cuello. Permaneció en prisión hasta que, dos años y medio después, la autoridad republicana decidió concederle el indulto. La munición escaseaba, así que Jesús fue trasladado al frente. Ejecutó a más de cuatrocientos nacionales a bofetones. Se los ponían en fila india y empezaba a repartir bofetones como rosquillas. Cuando terminó la guerra cayó en manos de las tropas nacionales y se convirtió en la nueva arma secreta de Franco. Ejecutó a miles de presos políticos durante la represión. Los ejecutaba por docenas. Se los ponían en fila india en el patio de la cárcel y repartía bofetones como castañas.
Jesús no se arrepiente de nada. Él seguía órdenes, dice, y la muerte que proporcionaba era más humanitaria que la de los pelotones de fusilamiento. Se arrepiente, eso sí, de haberle puesto a su hija la cabezá del revés, pero no se siente culpable. Entonces no era consciente de su don.
Ahora es un viejecito. Huele a orina y sus bofetones ya no son mortales. Pero les aseguro que todavía puede hacerles ver las estrellas
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